Somos iguales. Hombres y mujeres, negros y blancos. Nos lo enseñan en la escuela. Lo experimentamos cuando tenemos oportunidad de construir amistades con Malik, Sumi, Carmen, Vladimir o Chin-tao. Somos iguales. Y, sin embargo, el anteproyecto con el que el gobierno tiene previsto reformar la existente ley de extranjería no dice lo mismo: ahonda en la institucionalización de la desigualdad. Al menos en tres sentidos.
En primer lugar, por la acentuación de elementos de carácter punitivo ya presentes en la ley actual. Inmigrar, es decir, desplazarse para buscar mejores condiciones de vida, es un hecho tan antiguo como la humanidad misma. La propia historia de Europa es una historia de emigraciones e inmigraciones, externas e internas. Salvo el italiano, ningún código penal europeo se atreve a calificar la inmigración como un delito. Menos aún el español, en un territorio cuya población tiene todavía fresca la memoria de la emigración a las Américas y a otros países de Europa. Sin embargo, de facto, el anteproyecto de reforma de la ley de extranjería, a través de una serie de mecanismos de carácter administrativo, identifica la figura del inmigrante llamado ilegal con la de un delincuente peligroso que merece nuestro rechazo y castigo ¿Cómo?
Por un lado, extendiendo hasta 60 días la reclusión de los sin papeles con orden de expulsión en centros cerrados, exentos de toda vigilancia judicial o civil y donde los malos tratos y la falta de condiciones higiénico-sanitarias son habituales. Se incluyen, además, toda una serie de excepciones: el cómputo de días se puede suspender hasta 14 jornadas mientras el interno esté tramitando un habeas corpus o una solicitud de asilo. A pesar de que, en teoría, estos Centros de Internamiento para Extranjeros estarían reservados exclusivamente para aquellos inmigrantes sin autorización administrativa de permanencia en el país que no tienen paradero conocido, ni formas de arraigo y que van a ser expulsados en las siguientes semanas, lo cierto es que, en la actualidad, se encierra en ellos a personas convenientemente empadronadas, con lazos de familia y amistad aquí y/o que son inexpulsables, porque se desconoce su nacionalidad o no hay acuerdos de deportación con sus países de origen. De esta manera, los días pasados en el CIE se convierten en un castigo por haberse atrevido a desear una vida mejor. El anteproyecto presentado por el gobierno de Zapatero no reconsidera esta dinámica: la ratifica y la extiende en el tiempo.
Tampoco reconsidera la práctica de las identificaciones y detenciones racialmente orientadas bajo la sospecha de carecer de papeles. Estas prácticas son desproporcionadas en relación a la naturaleza administrativa de la infracción que se persigue. Vulneran derechos fundamentales que sólo pueden ser limitados de manera excepcional y acotada para evitar o sancionar infracciones penales. Así, lo que debería ser un trámite administrativo (la incoación de un expediente de expulsión), que en muchos casos se podría realizar desde el coche patrulla y en otros se podría resolver en unas horas en la comisaría, da lugar con frecuencia a una estancia en los calabozos que se extiende en ocasiones hasta 72 horas. Cualquier sin papeles que se tope con un control de identidad tiene asegurada, como mínimo, una noche en el catre o en el suelo de unas dependencias policiales: incluso si es madre y tiene un niño que amamantar. Bajo el disfraz de un trámite administrativo se desliza un castigo encubierto. De esta manera, salir a la calle para comprar el pan y otras tantas prácticas cotidianas se convierten en una aventura de alto riesgo. ¿Quién puede conciliar el sueño en tales condiciones?
Las autoridades suelen alegar que el fin tanto de las detenciones como de los internamientos es frenar la inmigración irregular, expulsando a los que entraron en Europa sin la autorización requerida. Sin embargo, las cifras cantan: según datos suministrados por el Ministerio del Interior, entre 1995 y 2000 , el número de expedientes de expulsión incoados fue cuatro veces mayor que el de expulsiones materializadas. En enero de 2009, el PP acusó al gobierno de ocultar en su «Balance de la lucha contra la inmigración ilegal 2008» que «sólo expulsó el año pasado al 17 % de los sin papeles a los que se les abrió expediente», es decir, una proporción de cinco a uno entre expedientes incoados y expulsiones ejecutadas. Semejante ineficacia no responde a las argucias de los «malvados ilegales» para huir de las fuerzas del orden, sino al coste de las expulsiones. La mayoría de las expulsiones se realizan en aviones y suponen sufragar, además del pasaje de ida del extranjero, el de ida y vuelta de los dos policías que lo escoltan. Por ejemplo, la expulsión de un ciudadano ecuatoriano le sale al Estado por 3.353 euros; la de un nacional de Senegal, por 2.000; la de una persona de origen búlgaro, por 1.400, y la de alguien con pasaporte chino por 6.750. ¿Por qué, sabiendo que sólo se tiene capacidad económica para afrontar un cierto número de expulsiones al año, se abren muchos más expedientes de expulsión de los que se puede ejecutar? ¿Por qué se decretan expulsiones a personas cuya nacionalidad se desconoce o con cuyos países no existen acuerdos de deportación, sabiendo que, de facto, no se las podrá echar? ¿Por qué se prefiere gastar el dinero en estos costosos procedimientos de internamiento, expulsión y reforzamiento militar de las fronteras en vez de apostar por construir una convivencia con personas nacidas aquí y allí, que probablemente tienen mucho que aportar? De nuevo, la lógica punitiva, la voluntad de castigar a quien llegó a territorio europeo sin permiso, aparece como una de las explicaciones más plausibles.
Y ello, además, pese a la evidente ineficacia de esta lógica: desde la aprobación del tratado de Schengen en 1985 se nos ha vendido la lucha contra la inmigración ilegal y su represión como la vía para regular los flujos migratorios hacia Europa. No obstante, año tras años, hemos visto cómo la inmigración considerada ilegal no decrecía, pese al riesgo para la vida que suponía para muchos de los que la intentaban, y los gobierno europeos no han tenido otra opción que desarrollar sucesivas regularizaciones, explícitas o encubiertas. Parece evidente que este despliegue punitivo tan caro y desproporcionado no puede desvincularse de las dinámicas de acumulación de beneficio económico de unos pocos que se anteponen al respeto de derechos fundamentales de muchos.
Es posible que, dentro de esta lógica de castigo de la inmigración denominada «ilegal», el cambio más escandaloso del anteproyecto de ley de extranjería sea la legalización de la deportación de menores. Hasta ahora, el derecho a la protección del niño estaba por encima del imperativo de regulación de la inmigración a Europa y un niño sólo podía ser devuelto si su familia o una institución de protección lo reclamaban desde el país de origen y ello no implicaba riesgos para su integridad física o psíquica. Desde hace años, este criterio se viene incumpliendo por la puerta trasera y nos encontramos con niños que, tras vivir deportaciones traumáticas y a la fuerza, se encuentran sin nadie que les acoja o en centros de menores en sus países en condiciones deplorables y vuelven a intentar el viaje migratorio, poniendo de nuevo su vida en riesgo. El anteproyecto pretende sancionar legalmente estas actuaciones, invirtiendo definitivamente las tornas: prioriza el freno de la inmigración infantil sobre la protección de la infancia.
Junto a la profundización de la lógica punitiva, el anteproyecto introduce nuevas restricciones en los derechos de los sin papeles. Es cierto, se reconocen los derechos de asociación, sindicación, huelga, manifestación y reunión, negados en la ley de extranjería vigente, aunque posteriormente restituidos por varias sentencias del Tribunal Constitucional. Sin embargo, los derechos laborales quedan restringidos a aquellos que se desprenden del contrato de trabajo. El resto de prestaciones que pudieran corresponder a un trabajador inmigrante (derivadas de convenios internacionales, etc.) quedan condicionadas a su situación y se recoge expresamente la prohibición de recibir la prestación de desempleo cuando se carece de autorización de residencia y trabajo.
Se nos dice: España, Europa, necesitan una inmigración legal y ordenada –por eso hay que separar al inmigrante ilegal del legal. El inmigrante ilegal (adulto o niño) debe ser expulsado, al legal hay que integrarle. Ilegal/legal: nítida distinción para violentar la misma dignidad que nos iguala a todas las personas. En verdad, la única diferencia entre un «legal» y un «ilegal» reside en el dinero, los contactos y la suerte para acceder al visado o al contrato en origen correspondiente. En verdad, es más fácil de lo que parece pasar de una condición a otra: como Moussa, que llegó con visado, pero no pudo convertirlo en un permiso de trabajo porque la empresa para la que trabajaba no le quiso hacer un contrato; o como Maribel, que tras tres años trabajando en una casa de doméstica, se quedó un año en el paro y no pudo pagar la seguridad social los meses suficientes como para renovar su permiso de residencia.
Con todo, a pesar de la retórica, la producción institucional de desigualdad no se detiene en los inmigrantes calificados de «ilegales». No lo hace en la ley de extranjería existente, que establece toda una compleja gradación de derechos en función del tipo de permiso que tenga el inmigrante en cuestión. El anteproyecto previsto avanza en esta misma dirección, por ejemplo, restringiendo la reagrupación familiar: los inmigrantes con tarjeta de residencia no podrán traer a sus progenitores si son menores de 65 años y sólo podrán reagrupar a padres e hijos si llevan más de cinco años de residencia legal. El derecho a vivir libremente con los seres queridos se convierte así en una prerrogativa de los nacionales.
Este tipo de cambios no afectan sólo a los inmigrantes. En el anteproyecto de ley de extranjería hay todo un capítulo que castiga con multas elevadísimas prácticas que en realidad surgen de manera natural en la convivencia y la amistad entre personas con papeles y sin papeles. Valgan algunos ejemplos: empadronar a un amigo sin papeles que anda de casa en casa y necesita un domicilio de referencia para recibir documentación se considera una falta grave, castigada con una multa de hasta 10.000 €; invitar al país a un amigo extranjero y continuar acogiéndole una vez transcurrido el periodo de tiempo permitido por su visado o autorización recibe, en la letra del anteproyecto, el mismo castigo; tres faltas graves (por ejemplo, empadronar a tres amigos) se consideran una falta muy grave, castigada con multas de hasta 100.000 €; casarse con un amigo, para que salga del infierno de la condición de sin papeles, también aparece calificado de falta muy grave; en el caso de un infractor extranjero, una falta muy grave le supondría la retirada de su permiso de residencia y trabajo, de manera que Khaled, por empadronar a su hermana, su primo y su amigo de infancia, todos ellos sin papeles, en su domicilio, podría quedarse sin papeles como ellos.
Este tipo de endurecimiento y ampliación del régimen sancionador promueve la segregación y la insolidaridad: ser amigo de un sin papeles puede traernos demasiados quebraderos de cabeza. Así, el miedo se instala como modo de relación social y, en ausencia de lazos que, a través del cotidiano de personas que conocemos, nos permitan ver cómo es vivir sin papeles o con el permiso de residencia siempre en suspenso, la desigualdad que la ley de extranjería institucionaliza se acaba naturalizando: como si siempre hubiera sido así, como si la humillación y el rechazo fuera el modo natural de dar la bienvenida a los recién llegados.
La situación es aún más grave en el actual contexto de crisis económica. El discurso de los políticos profesionales, de los grandes gestores de la crisis, de los comunicadores massmediáticos, es ambivalente. Por un lado, se nos dice que hay que endurecer las leyes de inmigración, porque estamos en tiempos de escasez y «no cabemos todos»: he aquí, pues, una justificación del anteproyecto de reforma, una legitimación de su carácter punitivo. Por otro, se nos dice que la flexibilidad laboral de los inmigrantes, su mayor disponibilidad al trabajo bajo cualquier condición (¿hasta qué punto esta «disponibilidad» no es fruto de las propias condiciones draconianas de acceso y renovación de los permisos de trabajo impuestas por la ley de extranjería?), serán un elemento clave en la superación de la crisis.
Frente a este discurso, que, por una parte, nos invita a aceptar y comprender como un mal necesario el endurecimiento de las políticas migratorias y, por otra parte, alienta la confrontación entre españoles, «menos flexibles», e inmigrantes, «que tirarán a la baja las condiciones laborales», urge romper con la idea de la escasez: la crisis no es una desaparición repentina de la riqueza social producida, sino un colapso del actual modelo de acumulación basado en la producción de desigualdad y competencia como motores de la producción de beneficio. La riqueza que hemos producido entre todos, en este mundo globalizado, sigue estando ahí y el problema es su reparto desigual. No será deportando inmigrantes a sus países de origen, es decir, exportando desempleo, como saldremos de esta crisis.
Las personas con documento de identidad español pueden pelearse con las que no lo tienen porque «empeoran las condiciones de trabajo» y «saturan los servicios públicos» y seguir así instauradas en una lógica de la escasez que lleva a la guerra al otro como principio de relación social. También pueden descubrir que tanto unos como otros producimos riqueza y preguntarse dónde demonios está esa riqueza, a dónde fue a parar, quién se la quedó. Autóctonos e inmigrantes, con papeles y sin papeles, podemos unirnos como iguales y buscar juntos otra salida a la crisis que no pase por la guerra al otro. Podemos negarnos a que los inmigrantes sean utilizados como variable de ajuste, plantear la igualdad como principio y pelear juntos por una redistribución de la riqueza para todos, independientemente del lugar en el que nacimos.
Un pequeño paso en esta batalla es parar el anteproyecto de reforma de la ley de extranjería. ¿Nos atreveremos?
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