Empujar, desde abajo y por la izquierda, Hacia una Huelga General

Hubo mucha gente en el centro de Madrid el pasado 12-D, al llamado de CCOO y UGT. Pero, las cifras no resuelven la encrucijada en que se encuentra el movimiento obrero. Las centrales desplegaron grandes recursos organizativos para que la marcha fuese un éxito de asistencia. Sin embargo, los parlamentos de los dirigentes no convocaban a la resistencia y a la lucha frente a la crisis, sino a la “concertación” con sus causantes. El “día después” de la manifestación no ha hecho sino confirmar los peores temores: sindicatos y CEOE dan un esperanzado “voto de confianza” a las medidas que prepara el gobierno del PSOE.

Unas medidas cuyo primer esbozo debería poner inmediatamente en guardia a la clase trabajadora y a los movimientos sociales: por un lado, “comisiones de estudio” sobre el modo de fomentar el empleo, pensar otro modelo productivo y gestionar el paro existente (es decir, charlatanería y burocracia); por otro, un análisis sobre la viabilidad del régimen de pensiones (o sea, ajuste de las retribuciones y prolongación de la edad de jubilación en perspectiva). Todo ello enmarcado, anuncia Zapatero, en un esfuerzo por reducir el déficit público generado por los “estímulos económicos del último período”. En otras palabras, ha llegado la hora de pasar factura por los miles de millones de euros entregados a los banqueros y a las multinacionales del automóvil. Y la cuenta se la van a presentar al pueblo.

Es hora de acordarse de la insistente cantinela de Toxo y Méndez desde hace más de un año: no procede organizar una huelga general contra un gobierno que respeta nuestros derechos. Y es hora de acordarse de lo que ha ocurrido desde entonces. Más allá de los datos del paro o del aumento de la pobreza, la manifestación del 3-D en Barcelona, preparatoria de la cita en la capital, mostró una imagen elocuente: poco más de cinco mil sindicalistas, pero prácticamente ninguna empresa en lucha. Nissan, Pirelli, Tycho, Simon… Tantas y tantas fábricas que, unos meses atrás, peleaban contra sus respectivos expedientes, han sido vencidas o incluso cerradas. Aquel mismo día, la resistencia de Lear, en las tierras del Ebro, daba sus últimos coletazos ante la Conselleria de Treball de la Generalitat: se obtenía una mejora en las indemnizaciones, pero todo el mundo iba a la calle. Y en torno a esas derrotas, encajadas una tras otra, miles y miles de despidos en pequeñas industrias auxiliares, en servicios, entre autónomos y falsos autónomos…
Madrid no supuso un balance de este curso desastroso. Las cúpulas sindicales trataron antes bien de enmascararlo… para seguir con la misma rutina, con el mismo espíritu de conciliación. Es cierto que se lanzaron huevos contra los retratos de Díaz Ferrán, de Rajoy, e incluso de Zapatero. Es verdad que no pocas voces gritaron que “hace falta ya una Huelga General”. Pero, ¿existe acaso una fuerza organizada dispuesta a prepararla y a impulsarla? La cuestión no es saber si una huelga general depende o no de CCOO y de UGT. Es tan indiscutible que un movimiento así necesita el concurso de sus afiliadas y afiliados, el compromiso de sus mejores activistas… como resulta evidente que gran parte de los cuadros de dirección de esos sindicatos no quieren dejar de ronronear en los enmoquetados despachos del “diálogo social”. A su izquierda, toda una constelación de corrientes sindicales combativas, desde CGT a organizaciones de ámbito nacional, autonómico y hasta local, tienen una visión mucho más clara de naturaleza de la crisis capitalista que enfrentamos. En conjunto, sus fuerzas no son nada despreciables; pero su fragmentación es muy grande, y su credibilidad entre los sectores más amplios de la clase trabajadora resulta aún muy limitada.

Venimos de lejos

Sin embargo, el problema que tiene el sindicalismo es más profundo. La crisis, al estallar, no sólo ha puesto al desnudo la inanidad del “modelo español de crecimiento”, basado en el ladrillo, los bajos salarios, el endeudamiento de las familias y la precariedad creciente del mercado laboral; ha colapsado al mismo tiempo el sindicalismo que se ha impuesto durante los años de bonanza económica y de expansión de las políticas neoliberales. Han pasado desapercibidas reformas legislativas, como la referida a los procedimientos concursales – que, hoy, ante una avalancha de cierres de empresas, transforma prácticamente las plantillas en un acreedor más, junto a bancos y proveedores. En ese período, la facilidad de acceso al crédito ha disimulado el bajo poder adquisitivo de los salarios; la demanda sostenida de mano de obra ha hecho lo propio con la inestabilidad y baja calidad del empleo. Y las políticas fiscales de los sucesivos gobiernos del PP y del PSOE han alentado la ganancia especulativa, sin tratar de colmar el importante diferencial de gasto social que sigue separándonos de los países industrializados de la Unión europea. En ese marco, la orientación conciliadora de los grandes sindicatos ha facilitado su profunda transformación. La dependencia respecto a las subvenciones se ha tornado decisiva para el mantenimiento de sus estructuras de liberados y de empresas de servicios. CCOO y , fundamentalmente UGT, se han convertido en maquinarias electorales en el mundo del trabajo, buscando una representatividad que les garantice ante todo reconocimiento institucional e ingresos. Esa deriva ha tenido dos efectos paralelos: por arriba, ha reforzado el arribismo y la connivencia con gobiernos y patronales; por abajo, ha diluido la cultura de lucha de clases y ha disgregado significativamente el tejido asociativo, los equipos militantes, la base social viva y organizada que daba fuerza a los sindicatos a nivel de empresas y de ramos. Éstos se han ido transformando cada vez más en aparatos referenciales de una masa trabajadora progresivamente individualizada. En cuanto a los ingentes colectivos de precarias y precarios, de autónomos y falsos autónomos, y de quienes trabajan en la economía sumergida – significativamente, mujeres e inmigrantes -, ni el sindicalismo más moderado, ni el más combativo han conseguido hasta ahora organizarlos.
Esa realidad del sindicalismo explica lo difícil de una reacción consecuente ante la crisis. Las resistencias de estos últimos meses han sido gestionadas según los parámetros y rutinas de la etapa anterior. La patronal no se engaña en cuanto a la correlación de fuerzas: conoce el talante de los líderes que tiene enfrente y es consciente de la debilidad estructural con que acuden CCOO y UGT a las mesas de negociaciones. Eso explica la arrogancia de la CEOE y el hecho de que haya podido bloquear durante meses y meses todos los convenios colectivos que ha querido. (Y que se atreva incluso a cuestionar ese marco contractual, propugnando “convenios de empresa” y, ¿por qué no?, individualizados).

Recomponer la base social

Este es el reto que se plantea a las corrientes del movimiento obrero que apuestan por la lucha de clases: la urgencia de una respuesta masiva ante la crisis… y la dificultad de construirla con estos materiales. Desde luego, no existen fórmulas mágicas, pero sí una línea de trabajo. Se trata de sostener, desde la búsqueda de la unidad de acción y el retorno a los métodos democráticos de las asambleas, las luchas y resistencias que, a pesar de todo, se abren aquí y allá. Se trata de unificarlas, popularizarlas, vincularlas a los movimientos sociales, empezando por las propias localidades o territorios. Se trata, sobre todo, de recomponer el tejido asociativo, los vínculos y solidaridades sin los cuales es impensable vertebrar un movimiento amplio y sostenido de la población trabajadora. Y ello debe hacerse venciendo la división. La izquierda sindical tiene en estos momentos una enorme responsabilidad. Sobre ella recae la tarea de reagrupar fuerzas, cuando menos en lo práctico, y de llegar a conectar con la afiliación, secciones sindicales o comités de empresa combativos adscritos a CCOO y UGT. Sólo ese engarce de distintas corrientes puede desbloquear la situación. Es ilusorio apostar, no ya por un “sorpasso” del sindicalismo conciliador, sino siquiera esperar un crecimiento significativo de la autoridad moral, implantación o influencia de las tendencias obreras más activas sin ese esfuerzo desde abajo por dar confianza en la lucha, por obtener ciertos éxitos en algunos conflictos, por preparar sistemáticamente un movimiento de conjunto que cambie el estado de ánimo general de la población trabajadora y le abra nuevas perspectivas.
Si nada bueno puede salir del “diálogo social”, hay que plantear un plan de urgencia social y ecológica a la altura de la gravedad de la situación que estamos viviendo: un plan que responda a la necesidad de dar plena cobertura al desempleo, detener la sangría de puestos de trabajo, revalorizar pensiones y salarios, combatir las desigualdades sociales, proteger los servicios públicos… Y eso ya sólo es posible con medidas muy decididas que retiren de manos privadas los grandes resortes de la economía y los transformen en instrumentos públicos al servicio de la mayoría: la unificación y nacionalización de la banca bajo control social; una reforma fiscal progresiva que haga pagar realmente a los ricos; la nacionalización de sectores estratégicos, como la energía… Esas son las palancas que necesitamos para encarar todo un proceso, democrático y participativo, de reconversión de la industria, de la producción agrícola y de la distribución en un sentido socialmente justo y medioambientalmente sostenible. No hay futuro para el movimiento obrero en los parámetros irracionales del productivismo capitalista globalizado. Mirad hacia la industria – emblemática donde las haya - de la automoción, y veréis que, en ese marco, el sindicalismo no tiene más horizonte que devenir una fuerza corporativista condenada a cosechar un fracaso tras otro.

Para abordar un giro tan ambicioso como necesario hacen falta una correlación de fuerzas y una disposición de la sociedad muy distintas de las actuales. Por eso resulta tan importante que la clase trabajadora dé un primer aldabonazo, mediante una huelga general que plantee sus exigencias más apremiantes. El 12-D demostró que aún estamos lejos de eso, que debemos empezar por juntar a todas y todos aquellos que, desde distintas tradiciones sindicales, reivindicaban hoy esa perspectiva unificadora. El 13-D, con su cascada de declaraciones conciliadoras, demuestra a su vez que no hay tarea más urgente.

Declaración de Izquierda Anticapitalista

1 comentario:

Paco Gómez dijo...

Mi gran enhorabuena y felicitación, a los militantes escritores de esta declaración de IA, sobre la crisis y el sindicalismo que hoy tenemos.

Este artículo si que me ha gustado asu argumentación mucho...chapó.

UN SALUDO ANTICAPITALISTA.