Sin duda la LOGSE marcó la tendencia hacia la calamidad actual. Pero no por lo que se suele decir (aunque también). Sus defensores siguen argumentando que se trataba de una buena ley, pero que faltaron recursos para aplicarla. Como si ignoraran que no hay nada tan destructivo como una ley inaplicable. Las malas leyes acaban por acomodarse a la realidad produciendo efectos medianos. Las leyes que no se pueden aplicar, en cambio, destruyen lo que hay sin ofrecer nada a cambio. En esto, es indudable la responsabilidad de los pedagogos propagandistas que cantaron las alabanzas de la “cultura del aprendizaje” (frente a la de “la enseñanza”) y de las “metodologías personalizadas” en régimen de “tutorías” y “clases participativas”, porque no podían ser tan idiotas (como tampoco lo son hoy con el asunto de Bolonia, en el que repiten la jugada) de ignorar que estaban construyendo con humo.
De todos modos, con el tiempo, la LOGSE habría acabado también por volverse razonable si el PSOE hubiera hecho lo que tenía que hacer: suprimir la enseñanza concertada. Esa era la premisa sine qua non para que ese tinglado de despropósitos y buenas intenciones pudiera cuajar de alguna forma. Al extenderse la enseñanza obligatoria hasta los 16 años, en realidad, se daba un gran paso adelante. Pero delante había un abismo, al menos mientras se mantuviera abierta la posibilidad de que las clases acomodadas y medias optasen por la enseñanza concertada o privada. Actualmente hay no pocos profesores de instituto, incluso muy de izquierdas, que llevan a sus hijos a colegios concertados. Saben muy bien que las bolsas de población más desfavorecidas y problemáticas han acabado concentradas en la enseñanza pública y que esta no tiene ni de lejos recursos suficientes para estar a la altura. Ni los tendrá. Las políticas educativas (y más que en ningún sitio en la Comunidad de Madrid) se orientan cada vez más a proteger la enseñanza concertada del desastre social instalado en la enseñanza pública. Habría, desde luego, una posibilidad de revertir la tendencia: que la ley obligara a todo cargo público a escolarizar a sus hijos en guarderías, colegios e institutos elegidos por sorteo entre, por ejemplo, los 25 más cercanos al domicilio. Así tendrían que enfrentarse a la realidad de ver a sus hijos en clases que están llegando ya a los 40 alumnos, con tasas de inmigración y marginalidad altísimas, con profesores precarios que no imparten su especialidad y que, además, tienen que dedicar la mitad de su tiempo a complacer a los pedagogos con memorias, programaciones y controles que simulen una imposible atención personalizada de esta conflictiva multitud. Es obvio por qué no se legislará en ese sentido.
Algunos artículos de Público han alertado sobre la merma brutal en la financiación de la enseñanza pública, en especial en la CAM. Es la punta de lanza de un desenlace previsible. Según se va logrando deteriorar el sistema público hasta volverlo impracticable, se encuentran más y más argumentos en favor de la gestión privada. Los votantes de Esperanza Aguirre verán cada vez más lógico desviar fondos públicos para la enseñanza privada. Una secuencia bien conocida del credo neoliberal: primero se asfixian las instituciones públicas que funcionan; luego, se argumenta que no funcionan y se emprende su privatización, pero, eso sí, sin dejar de financiarlas con dinero público. Se trata de una forma de saqueo muy elemental, imprescindible para financiar la actual revolución de los ricos contra los pobres.
Carlos Fernández Liria es Profesor titular de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid
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